Reflexiones a raíz del artículo publicado por El País: “34.980,15€: el valor de trabajar para la casa y cuidar a los hijos durante el matrimonio”
Mientras no hay ruptura, nada es cuestionable, todo sigue, digamos que un curso natural o por lo menos espontáneo. Y con todo me refiero desde la educación de los hijos, en su caso, al pago de los gastos familiares, al papel tiene espontáneamente atribuido cada uno en la familia, a la propiedad del perro o el gato, al coche grande, al coche pequeño, al destino de las próximas vacaciones etc.
Pero cuando hay ruptura: ya nada es lo que era, todo es, pues eso: cuestionable. Se diluyen las propiedades, el origen de los pagos, el origen de los ingresos, los papeles espontáneamente ejercidos, quien quiso tener un perro, o un gato…
Y hay algo que siempre, siempre, siempre bajo cualquier escenario, es dudoso, sobre todo para el que tiene que pagar: esa pensión horrible que toca pagar al otro progenitor por haber estado al cuidado de los niños en vez de ir a trabajar.
No se trata de buscar culpables, la pensión horrible denominada pensión compensatoria existe en el momento en que la ruptura produce un desequilibrio económico a una de las partes. ¿Verdad que mientras no hay ruptura, quien se encarga de la crianza de los hijos casi de forma exclusiva no es cuestionado? ¿Verdad que el que sigue con su horario habitual de trabajo sin que la existencia de hijos suponga un parón profesional no se plantea sino seguir con ese trepidante horario laboral?
Y entonces, ¿por qué nos cuesta tanto a los abogados primero que se reconozca esa pensión horrible denominada compensatoria, y segundo porque cuesta tanto negociar su cantidad?
No me cansaré de insistir: hagan capitulaciones matrimoniales. Eviten que les saquen los colores a los que deben asumirla y eviten la frustración de los no reconocidos a recibirla.